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Desmitificar a los caquistócratas

Por Gustavo Román Jacobo | 2 de Jul. 2025 | 10:29 am

Imagine un futbolista que, para impedir ser driblado, le rompe la tibia de una patada al rival, o uno que, para que no le quiten el balón, lo coge con la mano y se lo lleva abrazado hasta cruzar el marco y gritar gol. No creo que nadie se encogería de hombros y diría “diay, es que ese es su estilo de juego”, ni los calificaría de estupendos defensores o delanteros geniales. Pues eso tan raro es lo que veo pasando a nivel mundial con algunos políticos. En medio de la actual recesión democrática global, ha surgido una especie de demócratas resignados, convencidos de que entramos inevitablemente a una era de líderes autoritarios. No me mal entiendan, la tendencia hacia ese tipo de liderazgos es innegable, pero los resignados obvian que no hay nada más antipolítico que el fatalismo. Más aún, me consterna la docilidad con la que se auto-flagelan y babean por sus verdugos.

Repiten tres líneas argumentales: que el populista X dice verdades irrefutables porque las democracias liberales, ciertamente, han sido funcionales para las clases dominantes; que "dejando de lado la forma en la que lo dice", lo importante es que lo que dice es cierto; y que, a diferencia de los actores tradicionales del establishment (políticos, periodistas, intelectuales), sí sabe comunicar. Voy a referirme de forma sucinta a los dos primeros tópicos, para después concentrarme en el tercero.

Por supuesto que los líderes populistas dicen cosas ciertas, pero eso no significa nada. Primero, porque ni siquiera los mitómanos compulsivos mienten todo el tiempo, y segundo, porque, como lo sabe cualquier estafador, no hay forma más efectiva de engañar que apalancando el embuste en la verdad. La democracia liberal solo es posible en sociedades capitalistas y todas tienen mecanismos de reproducción de la desigualdad. No más, sino menos, por cierto, que donde no hay una democracia liberal, ni tutela efectiva de los derechos fundamentales, que es a lo que propenden siempre los líderes autoritarios. Por eso es tan irrelevante su señalamiento, porque lejos de suponer la superación de esas inequidades, sus jeremiadas no son más que coartadas para profundizarlas.

Es un truco que repiten: denunciar, de la forma más airada posible, precisamente aquello que perpetran y quieren llevar a extremos inéditos. Ya lo decía Norberto Bobbio: “El fascista habla todo el tiempo de corrupción, acusa, insulta, agrede, como si fuera puro y honesto. Más que corrupción, el fascista practica la maldad; es sólo un criminal, un sociópata que persigue una carrera política. En el poder, no vacila en torturar, violar, robar pertenencias, libertad y derechos”.

Por eso es tan equivocada esa sugerencia de que se pondere lo que dicen estos líderes haciendo abstracción de sus formas toscas. En el populismo la forma es el fondo, el estilo es el mensaje (¡y el masaje!). A partir de una verdad (que el sistema democrático no ha colmado sus expectativas y ha habido sectores que se han beneficiado abusivamente a su amparo), el común denominador del discurso del líder autoritario es el rencor. Estribillo que no cambia ni cuando acceden al poder, pues, incapaces de resolver ningún problema, optan por ser voceros de la frustración que estos provocan en los pueblos. Una movida astuta, sí, pero supone renunciar a las responsabilidades de su cargo y robarse el salario, porque no se les eligió para rabiar por los problemas, sino para resolverlos.

Aclarado lo anterior, me concentro en la tercera afirmación, la de la supuesta destreza comunicacional del líder autoritario, que, en mi opinión, está muy sobrevalorada. Me explico con un ejemplo: En setiembre de 2015, ante la oleada migratoria desencadenada por la guerra en Siria, Merkel anunció que Alemania acogería más refugiados que sus pares de la Unión Europea y más que los que sus votantes habrían querido. Casualmente, tres semanas después, Putin empezó a bombardear Siria. Sus bombas de no-precisión cayeron, no sobre las bases de ISIS, sino sobre escuelas, el principal hospital pediátrico y campos de refugiados. Quería provocar su salida masiva para desestabilizar a las democracias europeas y ayudar a sus aliados xenófobos de extrema derecha en cada país, como la AFD en Alemania. Paralelamente, la propaganda que difundían y subvencionaban desde Moscú insistía en que los refugiados eran terroristas y violadores.

En enero de 2016, una niña alemana de origen ruso, de 13 años, no regresó del colegio a su casa, se fue a la de un amigo y la familia avisó a la policía. Al día siguiente volvió y le dijo a su mamá que la habían secuestrado y violado. La policía investigó, vio los chats de su teléfono y le hicieron exámenes médicos. Era mentira. Ella misma lo confesó: no quería regresar a casa porque había tenido problemas en el colegio y la relación con sus padres era mala. Pero la TV rusa empezó a difundir la “noticia”: había sido secuestrada por refugiados musulmanes que la habían violado grupalmente toda la noche. Solo Piervy Kanal, TV pública rusa, emitió más de 40 notas al respecto. Sputnik y RT añadieron fotografías (de otros sucesos) para dar más verosimilitud. Los partidos de extrema derecha de Alemania organizaron concentraciones masivas de apoyo a la muchacha.

La policía de Berlín emitió un comunicado desmintiendo toda esa ficción, pero con cautela por tratarse de una menor de edad, omitiendo su nombre (como hago yo aquí). Los medios rusos lo mostraron como evidencia de que la policía estaba ocultando la violación de una chica rusa. Las protestas contra Merkel arreciaron: no queremos más “inmigrantes violadores”, decían las pancartas. La embajada rusa en Londres tuiteó que Alemania desplegaba la alfombra roja para los refugiados y luego barría sus crímenes debajo de ella. El siniestro Lavrov se refería a la ciudadana alemana como “nuestra (nombre de la niña)” y las redes sociales alimentadas desde el Kremlin calificaron a los políticos tradicionales de Alemania como cobardes frente a la amenaza migratoria. En 2017 AFD obtuvo el 13% de los votos, ubicándose en tercer lugar. Era la primera vez, desde 1933, que la extrema derecha alemana accedía al parlamento. Un año después Merkel anunció que se retiraba de la política.

Putin le ganó el pulso a Merkel, sin duda, ¡pero no porque fuera más inteligente o se expresara mejor que ella! ¡De dónde sacan eso, por Dios! ¿Cómo han cambiado las cosas como para que, ahora, lleguemos a esa conclusión? Piénsenlo: en 1990 a nadie se le habría ocurrido concluir tal cosa solo porque Fujimori le ganó a Vargas Llosa, pero ahora se ha instalado esa idea, que raya en la fascinación, de que existe algún tipo de mérito o virtud en engatusar multitudes. Peor aún, se empieza a censurar a quien no lo hace. Ahora pareciera que decir la verdad es errar y mentir es acertar. La mendacidad violenta y manipuladora es asumida como maestría comunicacional, mientras a la sinceridad y el rigor se les acusa de elitismo indolente o academicismo estéril.

Cuando escucho esas expresiones de admiración hacia las destrezas expresivas de los nuevos líderes autoritarios, me digo a mí mismo ¿pero estaremos hablando de los mismos individuos? Es que basta oírlos hablar tres minutos para darse cuenta de lo limitados que son. Por ejemplo, Trump, que es como ese tío imbécil que a uno le da vergüenza presentárselo a la novia. La verdadera estatura del personaje se ve en sus diálogos con Trudeau, Sheinbaum o Macron. Por eso en la oficina oval necesitaba rodear en manada a Zelenskyy, alzar la voz y callarlo. ¿Qué talento, perspicacia o agudeza se requiere para acorralar al presidente de un país invadido y urgido de ayuda, o para burlarse de su ropa? ¿Cuál es el gran ingenio detrás de publicar su imagen ataviado como Papa o el video de la “nueva Gaza” exhibiendo sus insanas carnes bronceándose justo donde ahora las bombas están destrozando niños palestinos?

¿Genio en qué o de qué? Hablamos de un vulgar vagabundo de casinos incapaz de redactar un párrafo correctamente o de hilar tres ideas coherentes en un discurso. Lo sé, ya Christian Salmon en La era del enfrentamiento advirtió que la retórica había dejado de ser el arte de los demagogos. Los nuevos líderes autoritarios solo saben golpearse el pecho y emitir ruidos guturales. Pero que a ese primitivismo lo califiquen de “disruptivo”, me supera. ¿Qué diablos tiene de rompedor ser un rico que simula ser llano y sencillo para ladrarle a las élites, y señalarles a las masas quiénes son las personas contra las que deben ensañarse? ¡si era exactamente lo que hacía Cleón en el siglo V a.C.! Según cuenta Aristóteles, se presentaba como el “hombre del pueblo” contra el aristócrata Pericles, empleando un lenguaje agresivo e insultando a sus adversarios.

No, ni Trump ni Bukele ni Milei, Putin, Duterte o Bolsonaro, son maestros de la comunicación, ni de la estrategia política ni de nada, en realidad. Son herederos incompetentes, algunos, o trepadores dispuestos a lo que sea (torturar y asesinar incluso), otros. Uno quebró un montón empresas. El otro habla con su perro muerto. Un par son torturadores profesionales. El que no es adicto, es incapaz de controlar su ira o es paranoide o tiene una conducta sexual inapropiada. En fin, gentuza de lo peor desprovista de más “talento” que el de la matonería. Su común denominador es la hýbris del macho alfa; como canta Serrat, “resulta bochornoso verlos fanfarronear: a ver quién es el que la tiene más grande”. Ya en el poder, su gestión de lo público suele ser chapucera, torpe, errática. Una constante generación de exabruptos, anuncios grandilocuentes y creación de expectativas vaporosas, todo para distraer de la realidad; de la miserable realidad de que no saben hacer nada (salvo daño).

Mi punto es que no triunfan porque sean geniales. Avanzan porque juegan sin reglas. Tienen éxito porque amenazan, cuando no eliminan, a sus oponentes. Pendencieros así siempre hubo, pero en las democracias los frenaban los partidos y los medios, los guardarraíles de Ziblatt y Levitzky. Hoy no. Ni siquiera cuando se acredita que son criminales, como Trump, son frenados en su ascenso al poder. Ni por los tribunales de justicia ni por los electores. Piénsenlo: Nixon debió renunciar porque mandó a asaltar un comando de campaña demócrata. Trump manda a asaltar el Congreso de los EEUU y lo reeligen. ¿Se dan cuenta? ¡Le estamos concediendo patente de corso a una patulea de dementes rabiosamente antisociales! Peor, ¡los estamos considerando tipos habilidosos!

Estoy convencido de que la actual fortuna que están teniendo, tanto a nivel electoral como de opinión pública, depende muy poco del talento de estos payasos y muy-mucho de la crisis de los partidos y de los medios, propiciada por las redes sociales, que les vienen como anillo al dedo porque, como ha explicado Silvio Waisbord, entre las plataformas digitales y el discurso populista hay una afinidad electiva. Esto, aparte de su natural disposición a romper todas las normas de conducta, legales y morales, y todas las pautas de cordialidad cívica, incluido su absoluta despreocupación por la veracidad. Elemento, este último, que les concede otra gran ventaja, porque, como recientemente recordaba Harari, explicar una verdad es muchísimo más caro y complicado que contar una mentira, aparte de que esta, como se puede elaborar a la medida y gusto de cada cual, puede ser muchísimo más atractiva que la verdad, que a veces es aburrida, incómoda, o incluso, dolorosa.

En síntesis, se trata de vivazos que juegan con ventaja en un contexto mediático-emocional que, encima, les es propicio, lo cual, por cierto, guarda estrecha relación con la crisis financiera de 2008 y la pandemia del Covid-19. Ya a principios de siglo, en La doctrina del shock, Naomi Klein nos había advertido del aprovechamiento inescrupuloso de la conmoción generada por situaciones traumáticas colectivas para introducir reformas de calado en las sociedades. Todos, en mayor o menor medida, quedamos aturdidos tras la pesadilla de 2020 y 2021. Miedo, aislamiento, zozobra, muerte de amigos y seres queridos, quiebra de negocios y pérdida del empleo, fueron solo lo más evidente e inmediato… pero, así como el virus dejó secuelas de largo plazo en quienes aún les cuesta respirar e incluso pensar con claridad por los estragos que les causó en sus cuerpos, pasarán años, décadas quizá, para que empecemos a dimensionar el impacto psicosocial de lo que nos pasó.

En su último libro, El intérprete, Richard Sennett dice que tipos como Cleón tenían éxito en las oclocracias, ciudades “enardecidas por turbas volubles y enloquecidas en las calles”. Eso es un hecho, pero, de ahí a concluir que su advenimiento era ineluctable o, peor, que sus formas merecieran alguna clase de admiración, hay un gran trecho. Tanto como el que hay entre reconocer lo peligrosa que es la salmonella, y la tontera de atribuirle algún mérito por prosperar en la carne descompuesta.

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