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El ascenso de Assimi Goita en Malí: así se forja un nuevo dictador

Por Gustavo Arias | 13 de Jul. 2025 | 6:42 am

Esta semana, la junta militar que gobierna Malí dio un paso decisivo. Sin elecciones, sin oposición y sin consulta popular, el coronel Assimi Goita recibió luz verde para mantenerse en el poder por cinco años más. Y no solo eso: el nuevo mandato es renovable tantas veces como sea "necesario". En otras palabras, ilimitado.

La misma junta ya había suspendido, semanas atrás, todas las actividades de los partidos políticos y endurecido la represión contra manifestaciones y voces disidentes. La decisión parece marcar un punto de no retorno: Malí se encamina hacia una dictadura consolidada, con Goita en el centro.

¿Quién es Assimi Goita? ¿Cómo llegó a concentrar tanto poder? ¿Qué ha pasado en Malí desde que los militares tomaron el control?

De coronel a jefe de Estado

Assimi Goita era un coronel poco conocido cuando encabezó el golpe de Estado que derrocó al presidente Ibrahim Boubacar Keita en agosto de 2020. La caída de Keita, debilitado por protestas, corrupción y una crisis de seguridad en el norte del país, fue celebrada por parte de la población.

Los golpistas prometieron una transición rápida hacia elecciones. Se instaló un gobierno mixto entre civiles y militares, con Goita como vicepresidente. Pero menos de un año después, en mayo de 2021, el coronel volvió a actuar: arrestó al presidente interino y al primer ministro tras una disputa por el control del gabinete. El poder quedó en sus manos.

Desde entonces, su compromiso con la democracia ha sido cada vez más débil. Las elecciones prometidas para 2022 fueron postergadas. Luego se reprogramaron para 2024. Después, quedaron en el aire. Y esta semana, la junta cerró definitivamente la puerta: Goita gobernará por al menos cinco años más, con la posibilidad de quedarse indefinidamente.

La transición que dejó de ser temporal

El punto de inflexión fue un "diálogo nacional" celebrado entre abril y junio de este año. Aunque presentado como un ejercicio de consulta, el evento fue dirigido por la propia junta y excluyó a buena parte de la oposición civil. Las conclusiones ya estaban preparadas: extender el mandato de Goita, suspender a los partidos políticos y mantener a los militares en el poder para "garantizar la paz".

Luego, el gobierno de transición promulgó la ley que otorga a Goita un mandato de cinco años renovables. En paralelo, se suspendieron todos los partidos y movimientos políticos, alegando "razones de orden público".

Amnistía Internacional y otras organizaciones denunciaron un retroceso grave en los derechos civiles. También alertaron sobre el aumento de la represión contra activistas, periodistas y líderes sociales.

Un país en crisis

El telón de fondo es una crisis de seguridad que lleva más de una década. Desde 2012, el norte de Malí vive una guerra abierta entre grupos separatistas tuareg, yihadistas y las fuerzas del Estado. El conflicto estalló tras una rebelión tuareg que aprovechó el caos generado por la caída de Muamar Gadafi en Libia.

Francia intervino en 2013 con la operación "Serval" y luego con "Barkhane". Durante años, el país europeo fue el principal aliado de Malí. Pero las relaciones se deterioraron con la llegada de Goita. La junta acusó a Francia de injerencia y la expulsó del país en 2022. Luego obligó a salir a la misión de paz de Naciones Unidas (Minusma), que durante una década fue la mayor fuerza de la ONU desplegada en el mundo.

En lugar de esos aliados, Malí giró hacia Moscú. El Kremlin envió asesores militares y el Grupo Wagner, la controvertida fuerza paramilitar rusa, comenzó a operar junto al ejército maliense. La alianza con Rusia se consolidó con la firma de acuerdos de cooperación en seguridad y defensa.

Malí también se unió a Burkina Faso y Níger, otros países gobernados por juntas militares, para crear la llamada Alianza de Estados del Sahel, un bloque que se presenta como alternativa a la Comunidad Económica de Estados de África Occidental.

Represión, censura y poder absoluto

Con la seguridad como excusa, el régimen de Goita ha cerrado todos los espacios de participación política. Las libertades de expresión, asociación y protesta están en caída libre.

Los medios críticos han sido suspendidos o silenciados. Los periodistas que denuncian abusos enfrentan amenazas o cárcel. Varios partidos de oposición han sido desmantelados, y los activistas más visibles han sido detenidos o forzados al exilio.

En mayo de 2025, tras las manifestaciones contra la suspensión de los partidos, la policía reprimió con fuerza. Según testigos, hubo golpes, arrestos y persecución posterior. La consigna oficial es restaurar el orden, pero en la práctica se trata de evitar cualquier disenso.

La sociedad civil está cada vez más limitada. Organizaciones de derechos humanos denuncian detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas y juicios sin garantías. Todo esto se produce en un contexto de deterioro económico, inflación y pérdida de acceso a financiamiento internacional.

Inestabilidad que se repite

Malí ya ha vivido dictaduras militares antes. Tras su independencia en 1960, el país fue gobernado por Modibo Keita, quien fue derrocado en 1968 por el general Moussa Traoré. Este último instauró una dictadura que duró más de dos décadas.

En 1991, una insurrección popular y un nuevo golpe militar pusieron fin al régimen. Se abrió entonces una etapa democrática que duró hasta 2012, cuando otro golpe –motivado por el conflicto en el norte– desestabilizó el país. Desde entonces, Malí ha oscilado entre gobiernos débiles, conflictos armados y transiciones frágiles.

La llegada de Goita no rompió ese ciclo. Lo profundizó. Y ahora, con las nuevas medidas se repite un patrón que ha marcado buena parte de la historia del país: el poder militar, en nombre de la seguridad, se convierte en gobierno permanente.

¿Y ahora qué?

Malí enfrenta un futuro incierto. La consolidación del poder de Goita podría traer cierta estabilidad en el corto plazo, pero a largo plazo, los riesgos son altos.

Un régimen autoritario sin contrapesos suele generar más represión, más corrupción y menos soluciones reales. La exclusión de la oposición política no elimina el descontento: lo desplaza, lo empuja a la clandestinidad o, en el peor de los casos, lo canaliza hacia la violencia.

Además, el aislamiento internacional puede profundizar la crisis económica. La retirada de la ayuda occidental, la pérdida de inversiones y el debilitamiento de los organismos regionales ya están afectando directamente a la población civil.

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