Crítica de “Avatar: Fuego y cenizas”: una proeza técnica y tres horas de paciencia
Pandora luce mejor que nunca, pero 'Avatar: Fuego y cenizas' confirma que el mayor enemigo de la saga es su duración. Mucho espectáculo, poca emoción y tres horas que se hacen eternas.
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Avatar: Fuego y cenizas retoma la historia exactamente donde terminó El camino del agua y vuelve a sumergirnos en Pandora para otro despliegue descomunal de efectos visuales, tecnología de punta y ambición sin freno. James Cameron ofrece, una vez más, una experiencia audiovisual imponente, pensada para disfrutarse en la pantalla más grande y con el sonido más envolvente posible. El problema es que ese espectáculo viene acompañado de una sentada de tres horas y quince minutos, duración que pone a prueba incluso a los espectadores más pacientes, sobre todo cuando el vínculo emocional con la historia y sus personajes sigue siendo, en el mejor de los casos, limitado.
No es un dato menor: con un presupuesto estimado de $450 millones, Fuego y ceniza se convierte en el sexto filme más caro de la historia. Para dimensionarlo, Avatar (2009) costó $237 millones y Avatar: El camino del agua (2022), $350 millones. Cameron ha hecho de la desmesura una marca autoral desde hace décadas: gastó $100 millones en True Lies en 1994 y $200 millones en Titanic en 1997, cifras récord para sus respectivas épocas. No hay otro cineasta que haya invertido tanto dinero —de manera tan consistente— en llevar su visión al límite.
Desde el punto de vista visual y técnico, nada se le puede reprochar. Cameron sigue siendo el rey absoluto del espectáculo cinematográfico. Cada nueva entrega de Avatar amplía el universo de Pandora con un nivel de detalle y sofisticación que no tiene competencia en el cine comercial actual. La fotografía, los efectos visuales y el diseño sonoro convierten a Fuego y cenizas en una experiencia sensorial de primer orden.
Esta es una película que merece y necesita la mejor sala posible. Verla en condiciones promedio es perder buena parte de su razón de ser. Por eso, buscarla en IMAX 3D no es un capricho, es casi un mandamiento: solo ahí la escala, la profundidad y la inmersión alcanzan su verdadero espíritu.
En el aspecto visual, la película es alucinante. Foto: 20th Century Studios.
Las escenas de combate vuelven a ser el gran punto alto. Cameron demuestra que sigue siendo un maestro de la narrativa militar, con secuencias aéreas y acuáticas tan bien coreografiadas que uno se siente dentro de un simulador de guerra. En este apartado, Fuego y cenizas es, sin discusión, la mejor película de toda la saga Avatar.
El problema es que, pasada la fascinación técnica, la película vuelve a tropezar con la misma piedra: la historia se repite. Otra vez el drama familiar que escala hasta una guerra planetaria; otra vez la fuerza militar invasora, tecnológicamente superior y despiadada; otra vez los pueblos originarios, místicos y en desventaja, apelando al ingenio, la solidaridad y la naturaleza como aliada final. Cambian los paisajes y se refinan los efectos, pero la estructura es prácticamente idéntica. Si ya vio una Avatar, las vio todas.
Esta repetición alimenta una paradoja que acompaña a la saga desde su origen. Avatar es la película más taquillera de la historia, pero difícilmente es la película favorita de alguien. No se revisita con cariño, no genera culto, no deja personajes verdaderamente memorables. Cuesta recordar sus nombres y casi nadie siente el impulso de volver a verla en casa. Avatar funciona como evento, no como obra con la que se construya un vínculo duradero.
El arranque directo donde terminó la segunda parte expone otro inconveniente: la relación del público con esta saga es intermitente y distante. El camino del agua se estrenó hace tres años y buena parte del primer tramo de Fuego y cenizas se nos va tratando de recordar quién es quién, qué ocurrió antes y por qué debería importar. Para quienes no hayan visto la segunda entrega, la tercera puede sentirse más como una tarea pendiente que como entretenimiento.
En cuanto a los personajes, hay pocas novedades estimulantes. Zoe Saldaña vuelve a sobresalir como Neytiri, ahora con un arco más oscuro y una postura abiertamente hostil —y racista— hacia los humanos, especialmente en su relación con Spider. Stephen Lang, como el coronel Quaritch, sigue siendo el personaje más memorable y disfrutable de toda la trilogía, moviéndose con evidente placer dentro del exceso. En contraste, Sam Worthington confirma una vez más el problema de siempre: su Jake Sully es tan plano como su interpretación, y refuerza la sensación de que sin Avatar el actor hace rato habría desaparecido de las grandes carteleras.
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El gran acierto de Fuego y cenizas llega con la incorporación de Oona Chaplin, actriz española-británica-suiza, hija de Geraldine y nieta de Charlie Chaplin, quien interpreta a Varang, la líder de un nuevo clan Na'vi. Es la primera villana surgida desde los propios pueblos originarios de Pandora, y Chaplin se roba la película con una presencia inquietante y magnética: una especie de bruja guerrera, consumidora de drogas, fascinada por las armas de fuego y genuinamente aterradora. No es casual que buena parte de la promoción de la película gire en torno a su personaje. Con ella, Cameron incorpora además la sexualidad al universo Avatar, y lo hace de manera orgánica y efectiva, en un momento en que Hollywood parece empeñado en que los personajes de sus megaproducciones vivan en un estado de aséptica asexualidad.
Sin embargo, nada de eso logra ocultar el problema central: la duración. Fuego y cenizas es brutalmente larga, innecesariamente larga. El público no es ajeno a los metrajes extensos —ahí están la Titanic del mismo Cameron o la trilogía de El Señor de los Anillos, de Peter Jackson, como prueba de que las películas largas sí pueden funcionar—, pero la diferencia es que en esos casos, sí nos importaba lo que estaba pasando. Y por eso, con algo como la nueva Avatar con el compromiso emocional de parte de la audiencia tan bajo, llega un punto —pasadas con holgura las tres horas— en que la mente empieza a divagar: el montón de plata de parqueo que habrá que pagar, la mala comida de la confitería o la certeza de que la ida al baño es inminente.
Conviene incluso tomar en cuenta la duración al escoger la tanda: si entra a una función de las 9 p. m., sepa que saldrá del cine hasta el día siguiente.

El director James Cameron y la actriz Oona Chaplin durante el rodaje. Foto: 20th Century Studios.
¿Volveré a ver Fuego y cenizas? Difícilmente. Tampoco volví a ver El camino del agua. Ese es, quizás, el mayor problema de Avatar: tras tres películas, cerca de mil millones de dólares invertidos y 548 minutos acumulados de duración, la saga no ha logrado que construyamos un vínculo real con su mundo ni con sus personajes, y a estas alturas parece poco probable que lo consiga.
Cameron planea aún dos películas más de Avatar, aunque todo dependerá de los resultados de taquilla de Fuego y cenizas. Recuperar más de $400 millones y generar ganancias suena, en este punto del maratónico partido, incierto. Tal vez ya sea momento de que el buen Jim deje Pandora en manos de Disney para que la siga monetizando como atracción en sus parques de Orlando, y se dedique a contarnos una nueva historia… o, por qué no, intentar de una vez por todas una continuación de Terminator 2 que sí valga la pena.
Ficha técnica: "Avatar: Fuego y cenizas" (2025)
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Título original: Avatar: Fire and Ash
Dirección: James Cameron
Guion: James Cameron, Rick Jaffa, Amanda Silver
Reparto:
Sam Worthington (Jake Sully)
Zoe Saldaña (Neytiri)
Sigourney Weaver (Kiri)
Stephen Lang (Coronel Miles Quaritch)
Britain Dalton (Lo'ak)
Jack Champion (Spider)
Oona Chaplin (Varang)
Producción: James Cameron, Jon Landau
Estudio: 20th Century Studios
País: Estados Unidos
Duración: 3 h 15 min
Género: Ciencia ficción, aventura
Estreno en Costa Rica: 17 de diciembre del 2025