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¿No creés en brujas? Poneme cuidado ¡y verás!

En la casa, enterrada en el piso, encontraron una botija.

Por Patricia León-Coto | 5 de Nov. 2016 | 9:20 am
Si no existieran, ¿cómo nuestros artesanos saben plasmar sus feas caras?

Si no existieran, ¿cómo nuestros artesanos saben plasmar sus feas caras?

Asustaban, claro que asustaban, y todavía asustan. Y si vos no creés en brujas, poneme cuidado y verás.

Doña Tana alquilaba casa como cinco cuadras para abajo de la iglesia en Villa Quesada y en su cocina, muy tarde en la noche, cuando ya todos dormían, se oía de pronto un escándalo de trastos cayendo al suelo: pum, pum pum, crach, crach, crach, crach.

Doña Tana se levantaba en carrera, creyendo que los zorros o los gatos estaban haciéndole desastres. Pero no había nada. Las ollas y los platos estaban en su lugar y por ningún lado se veían zorros ni gatos. Todo muy limpito y muy ordenadito.

Esa misma historia pasaba en la casa del tío José Vargas Arrieta, detrás de la iglesia de Cirrí de Naranjo. El mismo escándalo de trastos cayendo.

"Son las vagabundas" explicaban el tío José y la tía Herminia Herrera a su sobrina Arabela, que había llegado de visita desde Palmira y que no había podido dormir del puro miedo.

En el corredor volado del tío José había dos canoas para guardar los frijoles y el maíz, que también se usaban de bancas.

Arabela juraba que a deshoras de la noche había escuchado a las brujas abriendo las canoas y sacando cuartillos y más cuartillos de granos y que seguro esas desgraciadas infelices no habían dejado nada de comedera.

Entonces iban a revisar y ahí estaban las canoas en su lugar y los frijoles y el maíz intactos.

El tío José y la tía Herminia ya ni cuidado le ponían a las tales vagabundas en Cirrí, pero donde doña Tana en San Carlos la cosa iba de mal en peor. Casi no podían dormir con la bulla en la cocina, cada vez era más grande el escándalo.

Un esqueleto en el cielorraso

Allá en los años 50, un día lluvioso, de esos temporales eternos de San Carlos, los hijos de doña Tana estaban jugando adentro y a dos de ellos se les ocurrió encaramarse al cielorraso. El primero en llegar arriba le gritó al que venía subiéndose por la pared, "aquí hay una calavera".

Los escuchó doña Tana y les advirtió que Dios guarde tocaran nada y que se bajaran inmediatamente.

En eso pasó por la calle don Israel Núñez, que era panteonero, y doña Tana lo llamó y le contó el cuento de la calavera.

Don Israel puso una escalera, se subió y dijo que sí, que efectivamente eran huesos humanos, que mejor avisaran al padre Sancho. El padre Sancho vino y ordenó quemar los huesos y enterrarlos.

Y hasta ahí llegó el asunto. Se acabaron los sustos en la cocina y los escándalos de trastos cayendo, nunca más y santa paz.

En la casa de doña Salvadora Bolaños, en Santo Domingo de Heredia -que a finales del siglo XIX había sido cantina, casa de juego y otros vicios mayores- también se escuchaban trastos que se quebraban en la noche, iban a revisar y no era nada.

Además, un enorme sapo siempre se metía de noche a la cocina y volvía a meterse por más que lo espantaran.

Los chiquillos estaban un día jugando y algo se les cayó por un hueco en el piso. Isidro, el mayor, metió la mano en el hueco y tocó una bola, medio enterrada. Estaba tratando de sacarla cuando doña Salvadora lo vio y le dijo que cuidado lo picaba un bicho y ella misma fue, trajo un martillo y clavos y tapó el hueco con un pedazo de madera.

Un año después, doña Salvadora vendió la casa y se fue a vivir a San Ramón y allá le van llegando con el cuento. Resulta que los nuevos dueños arrancaron el piso viejo y se encontraron una tinajita medio enterrada, esa era la tal bola que tocaba Isidro.

Estaba llena de moneditas de oro, de las que se usaban antes de Tinoco para pagar el café en los beneficios.

Era una botija, y quién sabe qué maldiciones cargaba ese oro, porque desde que lo sacaron no se volvió a oír de sustos, trastos cayendo ni sapos embrujados en la casa de doña Salvadora en Santo Domingo.

Digan que fueron burla…

En estos días de jalowin gringo, debemos reconocer que sí, que vuelan.

En estos días de jalowin gringo, debemos reconocer que sí, que vuelan.

Ahora que celebramos el día de los Fieles Difuntos, las fiestas de mascaradas y el tal jalogüín gringo, debemos reconocer que aquí todavía hay escobas que vuelan y botijas que asustan y -sobre todo- que no hay que creer ni dejar de creer…

Que digan que fueron burla -como decía don Quijote- lo de la bruja doña Zárate, quien con un poderoso bebedizo castigó a su amado, convirtiéndolo en pavo real y que a veces se pasea de noche por la Piedra de Aserrí o que -por pasadizos mágicos y secretos- va a salir a la Piedra del Encanto en el Cerro de la Carpintera en Tres Ríos o a los umbríos cafetales de San Miguel de Escazú.

Y que porfíen los incrédulos que fueron burla los casos de hechicería que se encuentran en los archivos de la Santa Inquisición de México, al que eran enviados los juicios y expedientes por brujería de Costa Rica durante la colonia.

El hechizo listo está

Te repito. No hay que creer ni dejar de creer. Por si acaso, lo mejor es ir a Escazú o al Bajo de los Molinos en Heredia y hacerse una limpia completa con las siete yerbas donde doña Quírica, por un precio módico.

bruja volandoY si el caso es grave, vale la pena pagar un poquito más por todo el combo, para que te saquen el maleficio y los muñecos con un potente sahumerio de ciprés, incienso y semilla de mostaza.

Agoreras mano en mano / pilares de tierra y mar/ giran y giran y giran / tres a ti, tres a mi / el hechizo listo está….
(Machbeth, traducción de don Joaquín Gutiérrez).

 

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