Era una tarde soleada en Madrid. Había decidido, por primera vez, visitar la monumental plaza de toros de Las Ventas. Nunca fui fanático de las corridas. De hecho, desde niño me causaban más incomodidad que emoción, pero evocaban un recuerdo entrañable: mis abuelas, quienes cada diciembre me sentaban frente al televisor para ver los toros de Zapote mientras cocinaban tamales navideños. Por pura nostalgia, quise rendirles un homenaje silencioso. Sentarme allí, en esa plaza madrileña, era una forma de volver a ellas.
Me acompañaban en esta especie de peregrinaje emocional los López —Leopoldo padre e hijo— junto con sus esposas, Antonieta y Lilian. Tras la corrida, improvisamos un asado. Compramos vegetales, carne, unas cañas y nos reunimos en casa para lo que llamamos una tertulia latinoamericana: carne, vino y conversación sobre el futuro de nuestra región, sobre democracia y libertad. Nos acompañaban nuestros amigos colombianos, artistas y filántropos, Carlos Vives y Claudia Elena Vásquez.
Y entonces sonó el teléfono.
Yo picaba los vegetales cuando Claudia recibió la llamada. Al otro lado de la línea, una amiga desde Colombia le informaba que el candidato presidencial Miguel Uribe acababa de sufrir un atentado. Ese mismo día, Miguel había criticado públicamente al presidente Gustavo Petro por su intención de reformar la Constitución y debilitar la independencia de poderes. Según los primeros reportes, el ataque fue brutal: un disparo en la nuca y dos más en el cuerpo. Todo indicaba que Miguel estaba muy grave, inclusive, que podía estar muerto.
La noticia cayó como un rayo. Recuerdo mirar a Leopoldo y a Carlos, que compartieron una misma expresión de asombro y rabia contenida. "Ay, Dios", dijo uno. "No puede ser que estemos regresando a esa Colombia", soltó el otro. Leopoldo, con reflejo inmediato, llamó a Lester, jefe de campaña de Uribe.
Lo puso en altavoz. Del otro lado, solo había dolor y confusión.
"No puede ser… Creo que nos lo mataron. Está muy grave. Espero que sobreviva. Me tengo que ir. Tengo que llamar a su esposa", dijo Lester con la voz quebrada.
Nos quedamos en silencio. Un silencio denso, casi físico.
En ese instante, me invadió la certeza de que en América Latina luchar por la libertad no es una metáfora. Es una batalla diaria. Es una carrera contra el cinismo, contra la impunidad, contra el olvido. Contra el crecimiento del populismo y la división. Una batalla contra la tentación de la apatía, el ruido de la propaganda, y el miedo que paraliza. Es, en el fondo, una lucha por no rendirse.
Recordé el libro que vi sobre la mesa esa tarde: "Nos quieren muertos", de Javier Moro. Narra la historia de Leopoldo López y Lilian Tintori: su lucha, su encierro, su dignidad. No es una novela política. Es una advertencia. Un espejo. Un testimonio que incomoda porque nos recuerda algo que muchos prefieren ignorar: a los que alzan la voz los quieren callar. A los que se enfrentan a regímenes autoritarios los quieren desaparecer. Si no es con exilio, es con balas. Si no es con prisión, es con desprestigio.
Esa noche no hubo brindis. Hubo memoria. Hubo propósito.
Miguel Uribe, como muchos de nosotros, tenía 40 años, dos hijos y toda una vida por delante. Sin embargo, por defender el Estado de derecho y denunciar el autoritarismo, se convirtió en blanco.
¿Cuántos más deben caer para que entendamos que en Colombia, como en Nicaragua, como en Venezuela, como en El Salvador, como en Costa Rica, la democracia no está garantizada?
Hace unos días celebraba mi cumpleaños número 40 en Triana, Sevilla. Mientras apagaba las velas, hablaba con mis amigos sobre la importancia de aceptar la impermanencia. Recordaba que, si tenemos la suerte de vivir 80 años con buena salud, eso equivale a unas 8 mil semanas. Yo, a mis 40, ya he vivido 4 mil.
Miguel podría haber vivido otras 4 mil. Pero alguien decidió que no debía.
No quiero romantizar el miedo, pero sí quiero decir esto con toda claridad:
Nos quieren muertos.
Nos quieren cansados, silenciados, resignados.
Nos quieren fuera del juego.
Y es por eso que no nos podemos callar. Ni aquí, ni en Bogotá, ni en Caracas, ni en Managua, ni en San José.
Porque mientras sigamos vivos, y sigamos luchando, todavía hay esperanza. ¡Y las ideas nunca mueren!